No hubo, pues, tiempo alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el
mismo tiempo es obra tuya. Pero ningún tiempo te puede ser coeterno,
porque tú eres permanente, y éste, si permaneciese, no sería tiempo.
¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente?
¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él?
Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras
conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda
qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a
otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si
quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin
vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si
nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría
tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo
pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en
cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser
pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente,
para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que
existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal
modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto
tiende a no ser?
San Agustín. Confesiones, XI, 14.
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